marzo 02, 2014
La Magia Perdida
La casa de los padres, escenario donde transcurrió su infancia, aun
pertenecía a ellos. Lugar amado como ningún otro, depósito de cálidos
recuerdos, sus bloques testigos oculares de sus momentos de euforia como de
soledad y lágrimas, de fiestas, de
bailes, de horas de estudio y juego. Aún era un lugar amado, quizás no del mismo
modo cómo lo habría amado en otro tiempo, pero era inevitable pues todo cambia
y el amor no es la excepción.
El amor duerme en silencio bajo nuestra alma, de pronto estalla en una
llamarada incontenible que nos quema, luego se sosiega embriagándonos con su
olor a incienso y se apaga dejando un montón de cenizas en el pecho; pero
después, un nuevo soplo o una nueva sombra que a pasos inaudibles se acerca a
nosotros, posa sobre las cenizas la antorcha de su existencia y el amor que creíamos
muerto, se levanta triunfante y resucitado.
Oh, en la casa de los padres, el hogar donde su yo niño creció y jugó
¿Cómo olvidar el primer Edén de nuestra existencia? Su lugar favorito era el
pequeño porche en la entrada, un pasillo espacioso y seguro, resguardado por
rejas en las que él se colgaba para hacerse la idea de que subía una montaña.
En ese mismo porche jugaba a los carritos y cuando la lluvia caía y no se podía
jugar en el patio, se sentaba en el porche y miraba las gotas caer, levantando
el polvo alrededor de su punto de caída, transformando la tierra en barro y
aplacando tan repentinamente el calor que todo parecía arte de magia. Y cuando
la lluvia cesaba, tras la copa de la ceiba que ocupaba el centro del patio,
siempre se formaba un arcoíris gigantesco.
- Papá –decía, entonces- ¿Para qué está el arcoíris?
Y como el padre solo quería poner a funcionar su imaginación, le decía:
- Es un tobogán, y por ahí se deslizan los niños que van a nacer. ¡Ay,
el tobogán de su pequeño fue cortado y cayó al vacío! Esa es la pérdida que
ahora lamentaba, el vacío en su corazón que
trataba de llenar con la magia de la infancia perdida.
Bajo su sombra siempre descansaba tras un largo día de escuela y juegos.
Una enorme piedra al pie del tronco era su trono de descanso, su cita
ineludible de todas las tardes, de una a cuatro, cuando entonces era el
televisor quien lo esperaba en una esquina del cuarto.
Allí había sentido la magia que ahora intentaba recuperar. No es fácil
reponerse a una pérdida como la que él
había sufrido, su corazón necesitaba un bálsamo y ¿Qué mejor remedio para el
alma que la recreación de nuestras horas más felices? ¿Qué mejor para nuestra alma, sucia por uso y
tiempo, que traerla de vuelta a los tiempos en que era pura y limpia?
Aquella piedra en antaño significaba algo y por demás, era extraño que
con el pasar de los años aun estuviera allí. Era dura para el cuerpo, de ello
no había la menor duda, pero muchas veces lo que es duro y pesado para la
carne, es un beso suave y blando para el espíritu.
Había olvidado que se pueden amar a las piedras. Pero, ¿Hacía cuanto que había dejado de amar?
Quizás cuando nos rayamos la camisa blanca del sexto grado y la atesoramos en
un escaparate viejo donde se llena de polillas y nos ponemos la camisa azul del
liceo, el mismo momento en que en el alma germina la semilla del romance, del
hambre de besos y las ansias de participar en el sencillo ritual de sudores y
gemidos, cuando dejamos de ser niños y el amor puro y virginal, aquel que
encontrábamos en la esencia de las personas y las cosas, se nos transforma y
nos confunde, haciéndonos creer que solo
se le puede hallar encarnándose en la persona amada, aquella a la que le
entregamos nuestra alma.
En la piedra solía sentarse a descansar de la bicicleta y los papagayos,
sus manos y rodillas solían estar llenas de tierra y abarrotadas de metras
tricolores, negritas y chinitas, chiquitas y burronas, ruchadas a uno que le
había ruchado a otro que le había ruchado a otro que lo había ruchado primero a
él, es decir, un círculo vicioso de ruchamientos que hacía que las metras no se
sintieran como juguetes sino como prostitutas hasta el día en que alguna se le
ocurría meterse por alguna alcantarilla, internarse en la yerba crecida o la
lluvia venía y la dejaban olvidada y los aguaceros se relevaban y la tierra se
tragaba la metra, entonces el resto de sus días lo pasaban descansando de
aquella cadena que las trataba como mercancía, una lo hacía encerrada para
siempre en el claustro de metal y siendo arrastrada por el agua hasta límites insospechados,
la otra en medio de la maleza, bajo el sol, junto a las piedrecillas, siendo
husmeada solo por las lagartijas y la otra, bajo la húmeda tierra.
Y mientras descansaba, la sombra le refrescaba, una corriente de viento
le acariciaba el cabello enmarañado, lleno de piojos –sí, de piojos, no
importaba- y sentía la tierra bajo sus pies, sus pies que podían caminar “oh,
hijo mío, -palpitó su corazón- tus pies
nunca tocarán la tierra”.
A veces, un tren de bachacos llamaba su atención y se inclinaba ante
ellos, no para admirarlos sino para tomar uno de ellos y arrancarles las patas.
U otras, un capullo de seda adherido al
tronco de la ceiba lo hipnotizaba. “Allí se gesta una vida” pensaba, y desde
entonces seguía el curso de la crisálida cada día, incluso cuando el palo de
agua se desparramaba sobre el pueblo y el solar se volvía un barrizal y su
madre prohibía salir a jugar, pero cuando ella se descuidaba, el salía a
visitar a su capullo. Sí, su capullo, porque todas las cosas que amamos nos
pertenecen aunque no podamos ni gozar ni disponer de ellas. Pero siempre cedía
a la tentación de abrir el capullo antes de tiempo y cuando lo hacía no había
más que polvo. “Ya he pagado mi error –pensaba-, el cielo se cobró todas las
mariposas de las que lo privé”
Quiso sentir eso de nuevo, esa paz y esa tranquilidad que la Ceiba le
daba y fue a la casa de sus padres y para su alegría, aún estaba la piedra
allí. Estaba polvorienta pues ya habían pasado muchos años sin que nadie se
posara en ella, pero eso no era obstáculo, simplemente la sacudió y se sentó en
ella como cuando tenía diez años.
A través de la ventana, su anciana madre lo miraba y en sus ojos
tristones y apagados por el paso del tiempo, atrapados tras las paredes de
cristal de sus anteojos de aumento, era evidente que sufría las tribulaciones
de su hijo.
Cuando un hijo cae y se raspa las rodillas, su madre siente que se raspó
las dos. Cuando un hijo muere, su madre muere y nace para morir de nuevo.
El trató de acomodarse en la piedra, pero la superficie tenía altos y
bajos, por lo que la sentía más dura que de ordinario. La sentía más pequeña y
su cabeza quedaba tan baja con relación a sus rodillas que se sentía como
hundiéndose bajo el peso de su propia vida. Se acomodó como pudo y aunque no
estaba muy cómodo quiso permanecer sentado en ella, sintiendo la humedad
acumulada del tronco que se la transmitía como la novia y amante de nuestra
juventud nos transmitía su lápiz labial a través de sus besos.
- ¿Sientes el frío?, le
preguntaba el árbol, es la frescura de todas las lluvias caídas desde que te
fuiste.”
Llevó la atención a sus pies, para sentir las piedrecitas, el polvo, la
hierba incipiente, el giro imperceptible del planeta al girar. Pero solo sintió
sus medias mojadas pues las calles de camino a la casa estaban emparamadas por
la lluvia, sintió el meñique de su pie izquierdo apretado contra el cuero de
sus zapatos, sintió la dureza de la piedra debajo de él y en vez de sentir
firmeza, sintió su pulso agitado y la cabeza le daba tantas vueltas que tuvo
que cerrar los ojos y no ver las hojas engalanadas que tenía la misma forma de
los corazones que pintan las niñas en las escuelas. Esperó y esperó la corriente
de viento que antaño le acariciaba sus mechones infantiles, pero nada llegaba. Después de todo, ya se estaba volviendo viejo.
Fue entonces cuando dejó la ceiba. Mientras regresaba a casa recordó
que no hacía mucho tiempo, él había asistido a una reunión de egresados de su
universidad y cuando volvió a su decanato y quiso sentir nuevamente la magia de
las comidas en los cafetines, la paz bajo el mango que estaba en la biblioteca
y nuevamente quiso sentir las caricias de la grama del campus, se sintió
avejentado, el aire pesado, la juventud actual repugnante y sintió que el país
maravilloso en el que había estudiado, había dejado de existir.
Después de todo, es cierto que nadie se baña dos veces en el mismo río.
Ignoraba que la magia de esos lugares aún se hallaba allí pero que ya no eran
para él; no, la magia de la ceiba es para su yo niño, y la magia de la
universidad es para su yo joven. Hoy está su yo padre, y no porque su yo niño y
su yo joven hubiesen muerto, al contrario, aun vivían en el fondo de su ser,
sino porque hoy el que necesita de magia es su yo padre. Pero, aquella personita de
la cual debía emanar la magia que alimente a su yo padre, había sido condenada
(¡Que fea palabra!) a quedarse inerme en la oscuridad de la muerte, sin ni siquiera
haber visto la luz y él, que cuando supo que su amada esposa cargaba en su
vientre un fruto de su sangre, ya había sentido parte de la magia que
representaría verlo gatear, pararse y dar sus primeros pasos, el ir al parque y
correr colina abajo para descansar en la grama, correr en recreo jugando a los
policías y ladrones, ir a buscarlo a la escuela y tomándolo de la mano,
regresar caminando y dándonos a conocer lo que había hecho en el día, verlo
batear, fildear, anotar carreras en el campo de béisbol, verlo revolcarse en la
arena del parque. Oh, verlo como da sus primeros pedalazos.
Solo pensaba en que nada de ello ocurriría ahora.
Trataba de dormir, pero solo daba vueltas en la cama. Miraba al techo,
cerraba los ojos, se acostaba de lado, trataba de no pensar, pero otra vez
llegaba a su pensamiento aquel que pudo ser pero que ya no será y la
tribulación comenzaba otra vez, debía levantarse, ir a la cocina, servirse un
vaso de agua, pero al cerrar la nevera su vista se posaba en el blanco prístino
de su puerta, allí donde el pequeño habría posado sus dibujos, y ese justo
instante las lágrimas acudían nuevamente a sus ojos.
¿Cuántas lágrimas son suficientes para llorar un hijo muerto, para que
este descanse finalmente y que su recuerdo nos abandone? Nunca, nunca son
suficientes.
Etiquetas:
cuentos
Venezolano, beisbolista frustrado y aspirante a escritor. Me gradué de Soñador Profesional en la Universidad de los Inútiles, actualmente realizo mi maestría en Persecusión de Ideales. Amante de los libros y el rock. Cuando no ando escribiendo, estoy pensando en lo que escribiré
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